4 de enero de 2010

Invisible

El último libro, Invisible, de Paul Auster me ha fascinado, sus múltiples narraciones superpuestas y varios narradores constituyen todo un ejercicio de estilo literario, algo a lo que Auster me ha acostumbrado desde que le descubrí

La historia arranca con un joven Adam Walker aspirante a poeta que estudia en la universidad de Columbia en el año 1967, en una fiesta conoce al inquietante mecenas francés Rudolf Born (que comparte apellido con Bertrand de Born, el poeta que lleva su cabeza en las manos, desterrado al infierno de Dante por incitar a su príncipe a la rebelión) y a la bella Margot (a la que imagino con ese aspecto de femme fatale tan francés ).

Rudolf le propone a Adam la creación de una revista literaria, pero todo se va al traste tras la aventura de este último con Margot y el salvaje asesinato de un pobre atracador.

Y ahí es donde empieza el cruce de narraciones, el relato dentro del relato al que tanto me tiene acostumbrado Auster . Narraciones que se convierten en textos a corregir, entradas en un diario, notas de un moribundo enmendadas por otro narrador, textos que cambian de persona para elevar su tono literario, personajes que se esconden tras otros nombres con ánimo de disfrazar de mentira la verdad, aludidos que reniegan de los hechos contados.

Tal vez la verdad es invisible.

Al pasar capítulo nos enteramos de que lo que hemos leído es la narración que Adam envía décadas después a un antiguo compañero de universidad convertido en un escritor famoso, James Freeman, para retomar su amistad y para que evalúe la calidad del escrito de cara a una futura novela llamada provisionalmente 1967.

¿Cuánto de verdad hay entonces en la narración de Adam? Ninguna, toda, o la que libremente queramos asumir como cierta. Freeman consigue que Adam le envíe desde su lecho de muerte una segunda parte, en la que se narra en segunda persona, una escabrosa relación incestuosa entre Adam y su hermana Gwyn, sin ahorrar ningún tipo de detalle íntimo. La narración se interrumpe en el momento en que el joven Adam viaja a París. Al fin y al cabo siempre nos quedará París

Eso es precisamente lo que eres: imposible. En cuanto la palabra se escapa de los labios de tu hermana, lamentas tu chiste sin gracia, y durante lo que queda de la velada y el día siguiente, ese término te golpea como una maldición, como una repulsa de lo que eres, de quién eres. Sí, imposible. Tu vida y tú sois imposibles, y te preguntas cómo demonios te las has arreglado para encontrarte en ese callejón sin salida de desesperación y odio hacia ti mismo.

Si tienes algo roto por dentro, tendrás que arreglártelo con tus propias manos.

Freeman apremia a Adam para que se vean porque siente que su tiempo se está acabando. La tercera parte de la novela llega a manos del escritor tras el fallecimiento de su autor y son una serie de notas abocetadas que James Freeman reelabora en tercera persona para dotar de cuerpo a la narración.

En las notas se cuenta la relación de Adam con Born en París; su amistad con su prometida, Hélène, y sobre todo con la hija de ésta, Cécile, enamorada en secreto de Adam y que no le cree cuando le revela sus dudas éticas sobre el prometido de su madre y el asesinato a navajazos del joven ratero Cedric Williams en Nueva York. También se narra el fugaz y tórrido reencuentro de Adam con Margot.

Se pregunta si las palabras no serán un elemento esencial de la sexualidad, si hablar no es en definitiva una forma más sutil de acariciar, y si las imágenes que bailan en nuestra cabeza no son igual de importantes que los cuerpos que abrazamos. Margot le dice que acostarse con alguien es lo único que cuenta en la vida para ella, que si no pudiera mantener relaciones sexuales seguramente se suicidaría para escapar del aburrimiento y la monotonía de estar atrapada en su propia piel.

El libro concluye con la entrevista de Freeman con Cécile y el diario que ella le entrega en que da cuenta de su visita a un crepuscular Rudolf Born, pocos años antes de su muerte, en una remota isla del Caribe, un paisaje moral que parece entonces sacado de Joseph Conrad y su El Corazón de las Tinieblas, donde lo civilizado pierde parte de su disfraz para enseñar su lado salvaje e inhumano

Al finalizar la lectura queda el poso de querer conocer más a ese oscuro personaje, Rudolf Born, que podría ser a un tiempo un espía, un mecenas literario o un vulgar matarife. Siempre en boca de otros, es el motor del relato, pero sin la posibilidad de narrar su propia historia, siempre invisible, siempre en las tinieblas.

Bikos e apertas

pd: ¿Quién conoce los deseos secretos de otra persona? A menos que los lleve a la práctica o hable de ellos, tú no tienes la menor idea.

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